La lámpara de cristales

Hoy extrañamente se muestra inaudible, sólo un eco lejano de lo que es. El mar. Una quietud ajena e impasible al viento de Levante. La calma sustituye a la agitación habitual de las olas. El mar vuelto murmullo sordo, voz interior acuosa y dilatada.

Lo preferiría bravo, si se puede calificar de bravo a su Mediterráneo de infancia y madurez, de toda una vida. En estos momentos añora el romper de las olas enfrascadas en diálogos sempiternos, continuos, sin lapsos de silencio, sin tempos.

Cualquier cosa que la aleje del recuerdo de la cama en la que reposan los 94 años casi cumplidos, a la espera de una muerte que no llega. Unas sábanas que son el fondo y la superficie, el contexto depositario de la vida, con sus actos heroicos, sus anhelos, y autoengaños. Irse es ahora mismo su deseo. A la inanidad vacía. Sus creencias ateas y agnósticas no le permiten soñar en otra vida más allá de la vida. Mira la lámpara del techo, de la que cuelgan en aros concéntricos infinidad de cristales. Hace repaso de sus gestas, de las personas que han estado y que ya han partido, de los años trabajados, de lo conseguido. Sus ojos que tras unas telas vaporosas y blanquiazules miran los cristales, a la espera de los recuerdos, y de la muerte.

Ella prefiere no pensar. Mejor zambullirse en estos días de vacaciones frente al mar. Ver a la mujer que valientemente se interna en las aguas, todavía gélidas, de este abril. Observarla mientras el agua en forma de punzantes agujas impactan sobre su piel tostada de tanto sol y de tanto mar. Ver cómo sus manos frotan agitadamente el cuerpo para deshacer las punzadas del agua helada que llena la piel de minúsculos puntitos gestados por el frío.

Cualquier cosa que la aleje de aquella cama, de la angustia que taladra su garganta y que desciende inexorablemente por el esófago, la tráquea, la boca del estómago para desplomarse sin miramientos en su fondo. No puede soportar ese viaje en caída libre y fulgurante a la misma base de la pared interna de la gaita estomacal.

El otro día, se atrevió a decirle lo que nunca había expresado su voz. El primer te quiero que fue también el suyo a través de las ondas vibratorias que conectan dos móviles separados por kilómetros. Como los kilómetros de años que los tuvieron separados por incompatibilidad de caracteres.

No puede pensar en ello. Ver los cuerpos arrasados por los años, las curvas redondeadas de los dos, la fragilidad, la casa de su infancia adaptada para hacer la vida más llevadera. La de ella, la cuidadora fiel y eterna, con sus andares que pasaron de la verticalidad a la lentitud que mira al suelo. El arco de la espalda ya no le permite mirar al frente, ni al cielo. Toda una vida juntos, ahora relegada al único y rutinario espacio, el de la casa, confinados de por vida. Ella con su mirada aferrada a la marmórea tierra. Él con la suya elevada a las cuentas de cristales de una lámpara que pende del techo como su cuerpo de la vida…

No puede dejar que la pena se transforme en angustia. No puede pensar en ellos. Nota la pelota formándose en su garganta y la temperatura ascendiendo desde la parte posterior y más profunda de sus ojos que como flecha se dirige a la diana de sus pupilas. Dejarse arrastrar e invadirse por estas emociones de azul oscuro tinta sería de una dureza que no quiere tolerar, ahora no, delante del mar no.

La atrapan los ojos cristalinos e inocentes de curiosidad de una niña de dos años que corretea descalza por la arena, con la graciosa inestabilidad de quien comienza a andar por la vida. Una vida acabada de estrenar. Unos ojos ávidos en su redondez y apertura, despiertos y saltarines, creando incipientes recuerdos, todavía innombrables, tan distintos a los cristales de la lámpara donde anidan las luces y las sombras de una larga existencia. Diamantes cristalizados, donde se alojan solidificados los recuerdos. Reflejos de una cama, de una habitación, de un lento e ineludible desenlace.

El viento de la tarde agita las olas que se crecen con el movimiento provocado por las corrientes, ruge el mar, resuenan gritones los graznidos de las gaviotas, la cadencia sonora la embelesa, por fin está aquí, por fin está ahora, lejos de los recuerdos de una lámpara que pende del techo igual que lo hace su cuerpo del quebradizo hilo de la vida…

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La lámpara de cristales es un relato escrito con por

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8 respuestas a “La lámpara de cristales

  1. Roto…
    me duele leer.
    Imágenes, propias y ajenas,
    compartidas.

    Larga despedida, la última
    estación.

    Un beso grande,
    y a ella, eterna y silenciosa
    cuidadora un abrazo.

    Somos, estamos
    para querer, amar…

  2. » inanidad vacía», aproximadamente, una vana desesperanza y sentimiento de liberación.
    me encanta el lirismo que transmites en tu prosa; estado de animo afectado por la tristeza que acompaña el esperar y no poder hacer nada. Un abrazo de oso.

  3. He recordado con tristeza ese sentimiento de querer retener a alguien que desea irse a descansar. Me busco en esa lámpara de cristales y sólo veo nostalgia por un pasado que ya no volverá pero que siempre permanece en mi corazón. El sonido del mar me trae el alma de aquel que ya no está conmigo, aunque nunca dejó de fluir en la corriente interna de mi sangre. Gracias por hacerme volar a un lugar mágico.

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