Irse para volver

 

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A veces, es preciso alejarse y convivir con el silencio para volver a uno mismo -se decía Julia tumbada en la cama a las cuatro de la tarde.

Las dos semanas que había pasado a solas en el apartamento de la playa le habían dado una extraordinaria posibilidad, no exenta de dolores y culpas autoinflingidas, para tomar conciencia de esos hábitos personales que la impregnaban de algunos miedos y que acababan por limitarla en muchos aspectos. ¿Dónde había quedado ella, la aventurera de sus años pasados?

Algunas de sus manías estaban relacionadas con el orden y el mantenimiento de una estética minimalista y armoniosa de la casa en pro del bienestar en los espacios habitados. Aunque no rayaba la obsesión, a veces la perfección en el desorden también se tenía que vivir.

Había otros hábitos mentales que eran los más frecuentes en presentarse, causantes de la mayor parte de sus angustias, sobre todo a altas horas de la madrugada, y que tenían que ver con su hijo en plena efervescente adolescencia. Podía quedarse atrapada pensando en hipotéticos peligros acechando por las calles, aunque estos no llegaban a nivel de tortura emocional pues intentaba parar, en cuanto se daba cuenta, todas las argucias mentales que se podían activar en cuestión de segundos.

Luego estaban otros más nimios sobre posibles catástrofes cotidianas de diversa índole. Sin olvidar los «no» que tendría que haber dicho de haberse puesto en primer lugar en numerosas ocasiones.

Quedaba claro, además de ser necesario, que pasar dos semanas a solas consigo misma podría ser un buen bálsamo para su espíritu algo fatigado, le permitiría tiempo para retomar el aliento, tomarse un relajo y decidirse a aportar luz sobre las posibles causas de esos sufrimientos que ocupaban mucho espacio mental cada día.

Aunque iba a intentar que todo el proceso se viviera con cariño, de vez en cuando seguro que asomarían las reprimendas y algunos atisbos de culpa surgidos de manera automática e involuntaria pues venían puestos desde hacía mucho tiempo.

El paseo de la tarde por la orilla del mar constituía el mejor remedio para tener un contacto más directo y amable con ella misma.

El sonido de las olas al precipitarse en la orilla, los colores del agua, sus transparencias; las pisadas propias y las huellas ajenas, borradas, transformadas; los veleros navegando sobre la línea del horizonte con sus velas de colores, algunos chillones y fluorescentes en contraste con el mar y visibles a una legua.

Los niños, los más pequeños, con sus caras de asombro al jugar con la arena o disfrutar con el mar; las mujeres de cierta edad, delicadas y elegantes con pamelas o sombreros o con gorras y con vestidos vaporosos de colores.

Sin duda, el entorno perfecto para abordar sus cavilaciones. Esos borboteos de agua en creciente ebullición que eran sus pensamientos, en ese estado de puro placer auténtico duraban lo mismo que la vida de una pompa de jabón; el murmullo del mar constante y decidido aplacaba su estrés, y como con la calma viene la claridad, le venían ideas e imágenes que le ayudaban a entender algunas cosas.

El final del paseo acababa en la cala que cerraba la bahía, la mar hecha piscina casi en exclusiva para los que realizaban el recorrido completo. Suponía un alivio. Un chapuzón en aguas transparentes atravesadas por los rayos oblicuos del sol del atardecer, una sinfonía de luces y sombras creadas y modificadas con el vaivén del mar y que dibujaban en su tostada piel tatuajes de colores y de brillos en continuo movimiento.

De vuelta, de otra manera. Una ducha de agua dulce y fresca, purificadora, y una buena película remataban el día. Catorce días de mirarse de verdad.

2

Entraba una brisa venida del este que burlaba la angulosa silueta de las colinas e inundaba la habitación donde se encontraba tumbada sobre la cama. El aire con toques de fresco de montaña le acariciaba la cara y todo el cuerpo, aunque en el rostro provocaba una mayor sensación de relajo y de pausa disfrutona, ideales para adormecer los ojos y agrandar el alma.

El descorrer las cortinas y observar sobre el color anaranjado del cielo las figuras puntiagudas y aserradas de las montañas del fondo. Un cambio radical.

Alejarse del mar e irse a los campos y pasearlos. Respirar los aromas dulzones que desprenden las huertas, el olor a humedad de la tierra. Observar las formas de los frutos, y probarlos, como si fuera la primera vez, como si los árboles se presentaran a los ojos por primera vez.

Iba a ser un reto, desde luego, que aceptaba al menos con curiosidad. Su medio era el mar y la montaña le generaba cierta sensación de ahogo.

La primera noche, una excursión para ver a Las Perseidas, las lágrimas de San Lorenzo que inundan el cielo de estrellas fugaces a mediados de agosto. Carretera montañosa y elevada, repleta de curvas poco iluminadas debido a la escasa luz de la luna en cuarto menguante. Oscuridad. Absoluta.

El preciso momento para que las voces parlanchinas que habitan la mente empezaran a enumerar una retahíla de amenazas potencialmente posibles, aunque la mayoría de las veces eran poco plausibles y no solían materializarse. Manotazo mental imaginario para ahuyentarlas.

En una explanada natural en mitad de la montaña se tumbaron sobre piedras vírgenes polimórficas para ver a las lágrimas atravesar el firmamento plagado de estrellas, destellantes y luminosas estrellas.

Hubo tardes de baños en la piscina, de paseos por los campos, de saltar acequias de aguas cristalinas y rápidas que componían prístinas melodías y refrescaban el ambiente.

Durante estos días no podía faltar la compañía de un libro. Leía a sorbitos ‘El pozo de la soledad’ para paladear cada palabra, lo merecía cada descripción de cada paisaje y de cada transcurrir de las vidas de los personajes. Le entusiasmaba la narrativa de una Radclyffe Hall magistral.

Todo discurría a su tempo, sin más pretensiones que las del vivir despacio, dando distancia a lo que se pudiera entrometer.

El sonido de las campanas la sacó de su ensimismamiento para recordarle que volvía a su playa, y pensó que, definitivamente, había sido necesario irse para poder volver a casa…

Respiraba el aire traído de las montañas sobre fondo naranja. Eran las cinco de la tarde.

 

Imagen Irse pra volver comprimida al 50

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12 respuestas a “Irse para volver

  1. Maravilloso!!! Te aplaudo! Sra. Escritora.
    Hoy he visto una Estrella fugaz. Y con tu relato me he situado de pleno. Qué bonito escribes. La historia es muy valiente y sanadora. Gracias por compartir Atopdepower Amor-t
    @ceramicamonamon

  2. Comparto tanto tus sentimientos y palabras que me hace sentir que estoy en ese mar soñado y disfrutado este verano. Aquí declaro y pido mi deseo de que mi cuerpo y mi espíritu siempre esté ahí, en paz y surcando esas olas y golpeando las rocas del espigón. Quiero ver esa Peñeta guiando mi ir y venir. Espero que vuelvas más llena de Luz y con el corazón cargado de mucho amor.

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