Estaba allí una hora antes de la cita. La puntualidad era requisito exigido para todos los asistentes. Un retraso de cinco minutos conllevaba la pérdida inmediata de aquel encuentro. Por esa razón y porque el tiempo hace su camino ajeno a cualquier forma de voluntad humana, esa mañana de lunes la inquietud que la había acompañado los días previos hizo que saltara de la cama con las primeras luces del amanecer. De esta manera, atendería diversas gestiones que tenía programadas y dispondría de tiempo extra por si surgía cualquier imprevisto.
Había llegado dando un tranquilo paseo que sosegara su espíritu alterado, mirando su ciudad con ojos de turista, admirándose con cada rincón o con cada transeúnte con el que se cruzaba. Dándose tiempo, tiempo para respirar, para calmar la agitación de su mente y el tamborileo continuo de su corazón.
Aguardaba sentada en un silloncito de la minúscula sala de espera improvisada para la ocasión en el sótano de un céntrico hotel de la ciudad. Frente a ella, una lustrosa pared blanca, en sintonía con toda la estancia límpida y carente de adornos, formaba ángulo recto con el pasillo que conducía a un cuarto de baño que hacía las veces de almacén para los enseres y demás productos del personal de la limpieza.
A su izquierda, una amplia puerta de doble hoja con dos ventanas traslúcidas sugería, con una tenue luz, la presencia de dos voces que conversaban animadamente.
La siguiente sería ella.
Para rellenar el tiempo de espera, se había equipado con el último libro que estaba leyendo de Rosamunde Pilcher. Tenía la esperanza de poder evadirse en los ambientes marineros y rurales de la costa de Cornualles y distraerse con la cotidianeidad de las vidas de sus habitantes. Una lectura que siempre la atrapaba por los matices descriptivos de los paisajes y de las emociones más sutiles de los personajes. Una delicia para su imaginación.
Ni por esas…
No podía estar quieta. Había visitado el cuarto de baño, encendido una veintena de veces la luz de la sala levantando el brazo, como si pidiera la palabra, para activar el sensor que detectaba presencia humana. Había subido a la planta cero del hotel, salido a la calle, se había fumado un cigarro -ignorando que éste sería el último después de muchos años de fumadora en activo-, había recorrido la calle en ambas direcciones y mirado algún escaparate sin verlo, de nuevo al cuarto de baño y de nuevo sentada en el pequeño sillón con el sube y baja del brazo a razón de minuto y medio cada vez que se apagaba la luz.
A las 11 en punto una sonrisa dulce y una voz cálida le dieron la bienvenida a la gran sala cuyo centro estaba habitado por una camilla. A su espalda y pegada a la pared una mesa alargada en la que descansaban multitud de frascos que supuso contendrían ungüentos y todo lo necesario para el desempeño de su trabajo.
Tras las presentaciones, ella le pidió que se desprendiera de la ropa y se tumbara en la camilla.
Las palabras nunca harán justicia a lo que ocurrió en aquella estancia.
Sus manos se posaron en el cuerpo ávido de respuestas.
– Suelta, no dejes que tu voz esté prisionera en un baúl cerrado a cal y canto en tu corazón. Suelta. Que salgan las culpas, los amores no entendidos. Que los silencios se transformen en verbos, en adjetivos, en nombres, en lo que sientas. Calladita no estás más guapa, ni ofendes si hablas, ni te van a abandonar por tus palabras.
Le estiraba el cuello, como si moldeara arcilla, alargándolo con las manos para que la garganta ocupara el espacio que merecía.
– Exprésate y suelta. Los miedos. Qué importa lo que piensen. No permitas que se queden dentro y se transformen en cargas que te harán enfermar, ya hay mucho dolor en tu cuerpo.
Sus manos iban a la espalda y presionaban con fuerza para soltar los no-dichos que habían quedado anquilosados formando ligeras protuberancias en torno a la columna.
Se quejaba en silencio.
– ¿Duele?
– Un poco
– ¿Un poco o un mucho? -la voz le cuestionaba con un tono aterciopelado, convencida del daño que estaba provocando en su cuerpo y también en su alma-. Quéjate, suéltalo todo, grítale al dolor. Exprésate. Respira, exhala con fuerza para hacer salir lo que quedó anclado desde tu nacimiento.
No daba crédito a las palabras que escuchaba. No se identificaba con ellas pero de una extraña manera la removían por dentro. Empezó a llorar, como una niña, como la niña que fue y que ahora estaba haciéndose presente en su gesto, en sus labios, en sus ojos, en su llanto. Ella era tan fuerte y tan racional que le resultaba difícil entender lo que sucedía. Al principio la respiración era contenida y discreta, y poco a poco fue adquiriendo tintes graves y profundos, sonoros y dilatados, como si se hubiera abierto su particular caja de Pandora.
– Abre tu corazón, conecta con quien realmente eres.
La descolocaba. Todo se escapaba a su control. Su llanto se hacía cada vez más desconsolado. La mente intentaba tomar las riendas. Hasta que la resistencia cesó. Hasta que se rindió. Dejó de escuchar. Sólo apreciaba susurros ininteligibles impactando en sus oídos.
Estiró su cuello, gritaba de dolor.
En la espalda deshacía nudos enquistados por los años.
Ablandó las piernas endurecidas por todos los caminos recorridos.
Suavizó sus pies y tocó con firmeza los dedos. Gritaba de dolor pero el llanto ahora volaba libre.
Se detuvo en la cabeza repleta de pensamientos abigarrados de toda una vida, cacareos incesantes que tomaban las riendas y la zarandeaban a su antojo, hasta convertirse en huéspedes 24/7.
Al final llegó al corazón. Le abrió el pecho con movimientos certeros de las manos. Las palabras quedaban lejos de su entendimiento. No había nada que comprender. Solo dejarse sentir en el abandono a aquella experiencia. Estaba totalmente rendida al proceso curativo.
– Vuelve a tu corazón, regresa a tu hogar, conecta con tu esencia.
El dolor cobraba mayor intensidad pero en esos momentos no importaba. Estaba volviendo a casa, a ella misma. Atravesando un pecho abierto de par en par.
La respiración se fue suavizando, los dolores se fueron mitigando. Entonces quemó unas plantas cuya fragancia le recordaba el olor de la hierba, del musgo y de los árboles en flor, y fue dando calor a cada parte del dolorido cuerpo.
Cuando se levantó, abrió los ojos, la miró y le dijo agarrándose la cabeza con ambas manos: «Todo estaba aquí, y no podía verlo. Gracias».
La chamana Julieta la abrazó. Fue uno de los abrazos más cálidos y reconfortantes que nunca antes había sentido. Como si todo el amor del mundo se posara en ese instante…