La habitación estaba habitada por pájaros blancos como gaviotas, danzantes al ritmo de las notas y pendientes de unos hilos que les impedían soltar el vuelo, nunca vivido, desde ese rincón de la sala.
Volar, querer volar… cuando los hilos atenazan las alas, y poseen el poder, otorgado por los años, de conferir contadas licencias: contemplar la mirada azulada de la mujer de negro del cuadro, oír el chirriar de las dos sillas milimétricamente dispuestas a ambos lados de la plomiza mesa, respirar el aire salino que el mar devuelve al romper de las olas o escuchar a la nada vitoreando cantos mortuorios que martillean lentamente el corazón. No había tregua, en el aire quedaban suspendidos con la simpleza de unas vidas presas para siempre. Se miraban a los ojos moribundos, clamando un instante de libertad, un deseo de deslizar sus alas paralizadas y poder emprender el vuelo.
¡Volar! ¡Volar! ¡Volar! ¡Volar! aunque no supieran…
Ella.
Ella era como los pájaros moviéndose en círculos con la música. El pasado la volvió ausente. Sin contacto de ningún tipo, los poros de su piel se habían vuelto herméticos a falta de caricias, la mirada cerrada para no ver, sus manos intocables para sentir… La vida le había jugado una mala pasada atrapando su existencia en la monotonía de quien vive el mismo presente cada día y a veces, cada instante…
Pero, un atardecer rojizo los volvió tornasolados. Abrían sus ojos por primera vez, recobrando el aliento necesario para alcanzar aquellos hilos que los mantenían colgados del techo, rompiendo el casi inquebrantable círculo del destino. Sus alas comenzaron a temblar, también sus corazones. Tímidamente, sus plumas se desperezaron, los frágiles cuerpos cobraron vida, y empezaron, empezaron, torpemente a volar.